Villa Real

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En el 2015 se estrenó una plaza en la ciudad: la “Toscaneras de Villa Real”. Los vecinos eligieron ese nombre en recuerdo de las mil doscientas obreras que, entre 1933 y 1965, trabajaron armando a mano los toscanos de la marca SATI/La Regia Italiana. Según el blog de amantes y degustadores de cigarros traslashuellasdeltoscano.blogspot.com, la SATI (Societá Anonima Tabbachi Italiani), que competía en su rubro con firmas como Avanti y Flor de Mayo, proveía “los toscanos nacionales mejor elaborados de su época y quizás de todos los tiempos, así como los más consustanciados con el estilo itálico”. La empresa cerró a mitad de los ’60, en parte por la retirada del gobierno de Italia como accionista principal, pero más por el cambio en los hábitos de consumo, muy redondeado por entonces el vuelco masivo al cigarrillo rubio con filtro. El edificio de la SATI acabó albergando un depósito de Agrocom, que fue, creo, la empresa líder en logística y distribución de mercaderías en el país antes del e-commerce. En plena actividad bajo el menemato el almacén de Agrocom se incendió y el predio pasó a ser, por veinte años, un baldío. Toda la manzana es hoy la Plaza de las Toscaneras, creada a cincuenta años del cierre de la SATI en el corazón de un barrio ínfimo como es Villa Real, el segundo más chico de Buenos Aires (después de San Telmo) y con su forma de porcioncita triangular de pizza contra el cordón oeste de la ciudad.

Fui criado en ese barrio, sobre su lomo que es el más alto de la geografía porteña –las calles, uno escuchaba, están al nivel de la cúpula del Congreso. Por veinte años fui parte de su población estable, de su demografía quieta y dominguera, que hoy no llega a los 14.000 habitantes y seis décadas atrás ya pasaba los doce mil. Netamente obrero en su origen, nunca fue lo que se dice un barrio de fábricas, y si la toscanera llegó a marcar la vida en la zona es porque sus gerentes italianos preferían contratar mujeres vecinas. El resto de los talleres del barrio eran pocos –unos doce en cada corte de época– y pequeños, como disfrazados de casas. Ocupando terrenos módicos en alguna de esas 134 manzanas –1,1% del total de la ciudad– ahí contaban la fábrica de corchos (Hernández), Matriplast y Patines Leccese entre otros. También estaba Mis Ladrillos, casi pegada a la escuela donde hice la primaria; de ese taller salían a la vereda, cada tanto, bolsas de basura con ‘ladrillitos’ fallados, mal cortados, que hacían que los chicos y las chicas de Villa Real mostraran una mayor tendencia a armar construcciones raras, inclasificables, con sus juguetes de creación. La actividad fabril, en suma, estaba ahí, y en parte sigue estando, igual que en muchos barrios cercanos como Devoto o Versalles, en forma de salpicré de galpones que no llegan a darle a la zona perfil industrial. Y es que son, como se dice, barrios residenciales, básicamente llenos de casas. Sólo que para este, Villa Real, más bien habría que hablar de “casitas”. Nunca tuvo mansiones, edificaciones suntuosas, lotes desproporcionados. Una casa rodeada de parque era algo que se veía en la tele o en excursiones cortas a Versalles y Devoto para experimentar la envidia y el resentimiento social. Todo acá tendía a lo modesto y parejo, lo cual, quizás por efecto del tamaño del barrio, recababa en una tercera cualidad: todo parecía ser “chiquito”. Cuando cada barriada tenía su murga carnavalera, la de este era famosa como “la murguita de Villa Real” (canción de Alejandro del Prado). Vivíamos en el reino del diminutivo. Nuestra natural elevación geográfica nada podía hacer. Éramos el Mis Ladrillos de la ciudad, en el extremo opuesto y científicamente desconectado –una hora de transporte– de las alturas concretas, materiales y simbólicas, del centro de la ciudad.

Hoy, como ayer, es imposible que un adulto camine diez cuadras por Villa Real sin reflexionar sobre la igualdad social. Sería como ir por los Siete Lagos sin pensar en la naturaleza. El barrio es un riguroso conjunto en sentido matemático: todos sus elementos tienen la misma propiedad. Quizás sea único en su tipo, tan homogéneo y sin signos, en su trama interna, de marcada diferencia social. Un barrio sin contrastes, en una ciudad que tiende a lo opuesto. Si hay otro como él, podría decirse que es Parque Chas, loteado hace cien años para compradores un poquito mejor posicionados. Claro, son ínfimos, ambos tienen 1,4 km² de superficie. En cualquier otro barrio está “la parte linda” o “distinta” –o la no tan beneficiada, si hablamos de Recoleta. Villa Real debió llamarse Villa Pascal. Paseando en su interior, entresoñando en la quietud de su absoluto, categórico caserío –usa esta palabra con la precisión con que se dice que cien álamos, y ningún otro árbol, forman una alameda–, uno tiende a creer que la clase media en este tramo de la urbe hace centro en cada punto de su superficie, como el dios de Pascal. No se me olvida, aunque no la conocí, que en los años ’60 y ’70 hubo una villa miseria. Esa, la 28 o Colombo, ocupó la única manzana no asignada, y habría tenido quinientos habitantes. La erradicó el intendente Cacciatore, quizás el segundo vecino más famoso (después de Isabelita). De modo que en esas dos décadas fuertes de nuestra historia, y que yo no caminé, el barrio sí tuvo contrastes. Fuera de eso, tampoco se me olvida la percepción de los propios vecinos: para ellos dentro del barrio hay un mundo de diferencias. En los ‘80 seguía operando el recelo del que aún vivía en una casa chorizo frente a quienes habían podido alzar un chalet (siempre en el mismo lote moderado). Me temo que para ningún observador externo esa diferencia podía ser tomada en serio. El tiempo, por lo demás, derrocó la ilusión de los chaletistas y hoy sus casas valen igual o menos que las que preservaron los cerramientos y persianas originales, de madera maciza y finamente labrada. Casas, todas, alzadas por nuestras abuelas y abuelos, que compraron esos lotes a partir de 1910, y sobre todo hacia 1930. Costó venderlos, y no porque fueran caros. Hubo varias campañas de venta. Años de remates a cielo abierto, domingos soleados, cerveza y refrescos gratis, martilleros sonrientes, abanicos de obsequio para las damas. Lotes a pagar en cien cuotas mensuales desde 5 pesos de base, más mano de obra, materiales, quince mil ladrillos. Quizás 30 pesos al mes, lo que representaba el cuarto del salario obrero medio. Nunca la tierra en Buenos Aires volvería a estar tan barata, y aun así no era fácil. No alcanzaba con certificar, moviéndose un domingo hasta el sitio, que el terreno era alto –como subrayaba el panfleto del martillero Grosso– y que el Maldonado no podía inundarlo. No alcanzaba con constatar que tenía estación de tren. Ni pasaba todo por comprender, quién no, la matraca de argumentos del discurso higienista, la virtud de la vivienda unifamiliar, salir  del hacinamiento. Mudarse no era fácil porque implicaba irse a la otra punta, despoblada, de la ciudad, combinando trenes y trajines, lejos de la fuente de ingresos y, quizás más importante, lejos de la red humana que hacía posible ir a trabajar dejando hijos y bienes a cargo de alguien. Tengo la idea de que quienes sí compraron lote eran parejas recién formadas, como las de mis dos pares de abuelos: unos, los paternos, compraron en el pasaje El Nene; los maternos, en el pasaje De la Economía (separados por ocho cuadras). Inmigrantes europeos pobres, que antes de acceder al terreno propio venían de vivir en un conventillo. Ninguno de ellos se arrepintió jamás de esos treinta pesos mensuales durante ocho años. Los cuatro consiguieron trabajo en la zona y se olvidaron por completo de Barracas, La Boca y hasta del centro. Mi abuelo paterno entró a los talleres ferroviarios de Liniers y se afilió al peronismo. El materno, que era carpintero, murió joven, mi madre tenía dos años y no lo recuerda. Los muebles hechos por mi abuelo, finos y funcionales, son la jactancia de mis hermanos y mía. La casa la terminó de comprar mi abuela, viuda y peronista. Pudo pagarla dejando a mi mamá al cuidado de dos tías mientras ella trabajaba armando setecientos toscanos por día en la SATI.

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