Villa Real

noviembre 14, 2021 by

En el 2015 se estrenó una plaza en la ciudad: la “Toscaneras de Villa Real”. Los vecinos eligieron ese nombre en recuerdo de las mil doscientas obreras que, entre 1933 y 1965, trabajaron armando a mano los toscanos de la marca SATI/La Regia Italiana. Según el blog de amantes y degustadores de cigarros traslashuellasdeltoscano.blogspot.com, la SATI (Societá Anonima Tabbachi Italiani), que competía en su rubro con firmas como Avanti y Flor de Mayo, proveía “los toscanos nacionales mejor elaborados de su época y quizás de todos los tiempos, así como los más consustanciados con el estilo itálico”. La empresa cerró a mitad de los ’60, en parte por la retirada del gobierno de Italia como accionista principal, pero más por el cambio en los hábitos de consumo, muy redondeado por entonces el vuelco masivo al cigarrillo rubio con filtro. El edificio de la SATI acabó albergando un depósito de Agrocom, que fue, creo, la empresa líder en logística y distribución de mercaderías en el país antes del e-commerce. En plena actividad bajo el menemato el almacén de Agrocom se incendió y el predio pasó a ser, por veinte años, un baldío. Toda la manzana es hoy la Plaza de las Toscaneras, creada a cincuenta años del cierre de la SATI en el corazón de un barrio ínfimo como es Villa Real, el segundo más chico de Buenos Aires (después de San Telmo) y con su forma de porcioncita triangular de pizza contra el cordón oeste de la ciudad.

Fui criado en ese barrio, sobre su lomo que es el más alto de la geografía porteña –las calles, uno escuchaba, están al nivel de la cúpula del Congreso. Por veinte años fui parte de su población estable, de su demografía quieta y dominguera, que hoy no llega a los 14.000 habitantes y seis décadas atrás ya pasaba los doce mil. Netamente obrero en su origen, nunca fue lo que se dice un barrio de fábricas, y si la toscanera llegó a marcar la vida en la zona es porque sus gerentes italianos preferían contratar mujeres vecinas. El resto de los talleres del barrio eran pocos –unos doce en cada corte de época– y pequeños, como disfrazados de casas. Ocupando terrenos módicos en alguna de esas 134 manzanas –1,1% del total de la ciudad– ahí contaban la fábrica de corchos (Hernández), Matriplast y Patines Leccese entre otros. También estaba Mis Ladrillos, casi pegada a la escuela donde hice la primaria; de ese taller salían a la vereda, cada tanto, bolsas de basura con ‘ladrillitos’ fallados, mal cortados, que hacían que los chicos y las chicas de Villa Real mostraran una mayor tendencia a armar construcciones raras, inclasificables, con sus juguetes de creación. La actividad fabril, en suma, estaba ahí, y en parte sigue estando, igual que en muchos barrios cercanos como Devoto o Versalles, en forma de salpicré de galpones que no llegan a darle a la zona perfil industrial. Y es que son, como se dice, barrios residenciales, básicamente llenos de casas. Sólo que para este, Villa Real, más bien habría que hablar de “casitas”. Nunca tuvo mansiones, edificaciones suntuosas, lotes desproporcionados. Una casa rodeada de parque era algo que se veía en la tele o en excursiones cortas a Versalles y Devoto para experimentar la envidia y el resentimiento social. Todo acá tendía a lo modesto y parejo, lo cual, quizás por efecto del tamaño del barrio, recababa en una tercera cualidad: todo parecía ser “chiquito”. Cuando cada barriada tenía su murga carnavalera, la de este era famosa como “la murguita de Villa Real” (canción de Alejandro del Prado). Vivíamos en el reino del diminutivo. Nuestra natural elevación geográfica nada podía hacer. Éramos el Mis Ladrillos de la ciudad, en el extremo opuesto y científicamente desconectado –una hora de transporte– de las alturas concretas, materiales y simbólicas, del centro de la ciudad.

Hoy, como ayer, es imposible que un adulto camine diez cuadras por Villa Real sin reflexionar sobre la igualdad social. Sería como ir por los Siete Lagos sin pensar en la naturaleza. El barrio es un riguroso conjunto en sentido matemático: todos sus elementos tienen la misma propiedad. Quizás sea único en su tipo, tan homogéneo y sin signos, en su trama interna, de marcada diferencia social. Un barrio sin contrastes, en una ciudad que tiende a lo opuesto. Si hay otro como él, podría decirse que es Parque Chas, loteado hace cien años para compradores un poquito mejor posicionados. Claro, son ínfimos, ambos tienen 1,4 km² de superficie. En cualquier otro barrio está “la parte linda” o “distinta” –o la no tan beneficiada, si hablamos de Recoleta. Villa Real debió llamarse Villa Pascal. Paseando en su interior, entresoñando en la quietud de su absoluto, categórico caserío –usa esta palabra con la precisión con que se dice que cien álamos, y ningún otro árbol, forman una alameda–, uno tiende a creer que la clase media en este tramo de la urbe hace centro en cada punto de su superficie, como el dios de Pascal. No se me olvida, aunque no la conocí, que en los años ’60 y ’70 hubo una villa miseria. Esa, la 28 o Colombo, ocupó la única manzana no asignada, y habría tenido quinientos habitantes. La erradicó el intendente Cacciatore, quizás el segundo vecino más famoso (después de Isabelita). De modo que en esas dos décadas fuertes de nuestra historia, y que yo no caminé, el barrio sí tuvo contrastes. Fuera de eso, tampoco se me olvida la percepción de los propios vecinos: para ellos dentro del barrio hay un mundo de diferencias. En los ‘80 seguía operando el recelo del que aún vivía en una casa chorizo frente a quienes habían podido alzar un chalet (siempre en el mismo lote moderado). Me temo que para ningún observador externo esa diferencia podía ser tomada en serio. El tiempo, por lo demás, derrocó la ilusión de los chaletistas y hoy sus casas valen igual o menos que las que preservaron los cerramientos y persianas originales, de madera maciza y finamente labrada. Casas, todas, alzadas por nuestras abuelas y abuelos, que compraron esos lotes a partir de 1910, y sobre todo hacia 1930. Costó venderlos, y no porque fueran caros. Hubo varias campañas de venta. Años de remates a cielo abierto, domingos soleados, cerveza y refrescos gratis, martilleros sonrientes, abanicos de obsequio para las damas. Lotes a pagar en cien cuotas mensuales desde 5 pesos de base, más mano de obra, materiales, quince mil ladrillos. Quizás 30 pesos al mes, lo que representaba el cuarto del salario obrero medio. Nunca la tierra en Buenos Aires volvería a estar tan barata, y aun así no era fácil. No alcanzaba con certificar, moviéndose un domingo hasta el sitio, que el terreno era alto –como subrayaba el panfleto del martillero Grosso– y que el Maldonado no podía inundarlo. No alcanzaba con constatar que tenía estación de tren. Ni pasaba todo por comprender, quién no, la matraca de argumentos del discurso higienista, la virtud de la vivienda unifamiliar, salir  del hacinamiento. Mudarse no era fácil porque implicaba irse a la otra punta, despoblada, de la ciudad, combinando trenes y trajines, lejos de la fuente de ingresos y, quizás más importante, lejos de la red humana que hacía posible ir a trabajar dejando hijos y bienes a cargo de alguien. Tengo la idea de que quienes sí compraron lote eran parejas recién formadas, como las de mis dos pares de abuelos: unos, los paternos, compraron en el pasaje El Nene; los maternos, en el pasaje De la Economía (separados por ocho cuadras). Inmigrantes europeos pobres, que antes de acceder al terreno propio venían de vivir en un conventillo. Ninguno de ellos se arrepintió jamás de esos treinta pesos mensuales durante ocho años. Los cuatro consiguieron trabajo en la zona y se olvidaron por completo de Barracas, La Boca y hasta del centro. Mi abuelo paterno entró a los talleres ferroviarios de Liniers y se afilió al peronismo. El materno, que era carpintero, murió joven, mi madre tenía dos años y no lo recuerda. Los muebles hechos por mi abuelo, finos y funcionales, son la jactancia de mis hermanos y mía. La casa la terminó de comprar mi abuela, viuda y peronista. Pudo pagarla dejando a mi mamá al cuidado de dos tías mientras ella trabajaba armando setecientos toscanos por día en la SATI.

La experiencia es una bola de confusión

octubre 12, 2018 by

hendrix

Trepanando la paciencia de su staff de escritores en esa saga monumental, Mad Men, que reconstruye de punta a punta los Estados Unidos de los ‘60, el protagonista, Don Draper, sugiere o explicita varias veces su ética de redactor publicitario que aspira a ir en contra de la corriente de los avisos de la época. Para eso el credo de Don tiene un punto axial: la publicidad tiene que abandonar los facilismos patéticos, las exageraciones de la emoción, la logorrea entrañable ante el producto. En especial, Draper rechaza los verbos como “encantar” y “amar” (amo esta gaseosa, etc.), al tiempo que le pide a su equipo de redactores que indaguen a fondo el vínculo sutil, inconsciente, mental, que va de los seres a las cosas: les quema la cabeza, a Peggy y demás, en defensa de la cabeza. Creíble o no, la serie esboza un hartazgo frente a un lugar común, una queja ante la gramática matraquera de la sociedad de consumo y su deixis de identificación directa, clara, excitada, ansiosa y puramente emotiva (no pasa por la cabeza, es un sentimiento) del consumidor con el producto. O del público con el artista, según el caso.

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Esos refritos del sentimiento “franco” y directo contra los que Draper se alza en favor de los vínculos sinuosos, los menos cantados, entre el ser y la cosa; toda esa matraca lisa, amorosa y “sencilla”, digo, podía llevar años y décadas de rédito en el mundo de la publicidad, pero no tanto en la cultura popular. En el rock, de hecho, esa fue más bien la novedad de comienzos de los ’60: el culto de las manías, las publicidades, los flequillos y las pelvis. El rock and roll negro hasta entonces podía ser lírico, sentimental, chabacano, grasa, barroco, estrafalario, pero si algo parecía rechazar era el mensaje amoroso ameno, tierno y normal de letras formuladas con palabras básicas, universales y sencillas (toda esa “simplicidad cretina” de las canciones de amor, según Frank Zappa). Ahora, en cambio, la música parecía decirle al sentido común “quiero sostener tu mano”, y todos contentos. Sin embargo, y gracias a que la cultura popular es un caldo intratable, enseguida surgió la reacción. Y aparecieron, muchos y heterogéneos, los músicos de la cabeza. Lee el resto de esta entrada »

Zapatillas

agosto 5, 2018 by

fraldyA mis pies, sólo las zapatillas. Con su semiología secreta de trenzabarrios, de parapinches, de guardasemillas en sus ranuras que a veces pasan días, semanas cargando una pequeña presa. Se me hace que también zapatillas es una palabra compuesta, aunque no sepamos de qué. No tiene nada que ver con zapatos, eso está claro.

Salvo para los deportistas, las zapatillas son lo más. Una placenta que se adquiere a los tres años, para cómodo olvido de tenerla. ¿Con qué otra cosa de todos los días simplemente se es? Los calzoncillos, dice la canción, aprietan, las medias dan calor, el celular suena. Un arito o una pulsera es verdad que se olvidan pero, como todos los adornos, son para los demás. Las zapatillas son la gloria del olvido útil a uno. Es de lo poco que se lleva y no nos hace unos aparatos.

Sólo conozco a un deportista que no era un reptiliano. A los demás, la cámara los captó en algún momento expresando agobio en el momento de ajustarse las zapatillas. Querían un calce más a gusto, que fueran mejores, les pedían más. Jugadores habilidosísimos, todos de otro planeta, el tiempo que no estuvieron en la Tierra fue un viaje agotador y aburrido que hubo que llenar con preparación mental, autoexigencia, conocimiento técnico de los objetos, recelo de las indumentarias, desconfianza de las personas. Sólo conocí a un jugador, el mejor, que era de este mundo de confianza en el pan, el vino, la suela. Y que estaba feliz hasta cuando se ajustaba los cordones.

(Fragmento de «Zapatillas», texto inédito por el momento)

 

La operación Patti Smith

julio 30, 2018 by

 

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Cuenta (en su historia) que un día decidió abandonar el pueblo, la familia y la casa, y que antes de irse la madre le dijo “Nunca vas a llegar a mucho como mesera, pero igual te presto esto”, y le dio el uniforme y los zapatos blancos. El tema es qué quiso decir la madre, que había sido moza. ¿Acaso sugirió, un poco en broma y otro poco en serio, que su hija no servía para nada? ¿O sólo que no daba con el perfil, con la condición de mesera, con la meseridad, pero aun así podía llegar a mucho haciendo otras cosas? Para mí ahí está todo, y me inclino por lo segundo. La madre de Patti no había leído El ser y la nada, y no necesitaba leerlo. Ella podría legitimar ese famoso pasaje donde Sartre desarrolla la noción de mala fe con el ejemplo de la ‘mocidad del mozo’:

                 “Acude hacia los clientes con un paso demasiado ligero. Se inclina demasiado hacia adelante; su voz, sus ojos expresan un excesivo interés por el pedido del cliente. Finalmente regresa tratando de imitar en su caminar la rigidez inflexible de una especie de autómata (…). Toda esta conducta parece un juego, pero, ¿a qué está jugando? No hace falta observar mucho más para aventurar una explicación. Está jugando a ser el camarero de una cafetería”.

La madre de Patti conocía mejor que Sartre ese juego de anulación de la propia libertad. Y en su hija veía lo opuesto: una chica que se movía sin diligencia, que no se inclinaba ante nadie, no fingía interés, no perseguía el equilibrio ni la eficacia, y lo más patente: no se sabía a qué jugaba (si jugaba). Para ciertos trabajos, en suma, no podía andar. Madre e hija se despedían, así, con amor, con despecho, con sorna y con categoría. Entre ellas –católicas las dos– se abrían también dos fes antagónicas, dos respuestas de clase (trabajadora) que no pueden darse juntas: meseridad o punkitud. Una, no siempre presente en los meseros, por suerte; la otra, no siempre presente en los punks, vaya a saberse por qué.

(Fragmento de «La operación Patti Smith». Del libro -inédito por el momento- Quisiera estar ahí)

Angélica Freitas – Cristian De Nápoli: presentación de sus libros

May 1, 2018 by

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El jueves 10 de mayo a las 21 hs en CIA/Centro de Investigaciones Artísticas (Bartolomè Mitre 1970, CABA), la editorial Zindo & Gafuri invita a la presentación de sus nuevos lanzamientos de este año, los libros de poesía:

Antes de abrir un club (poemas 2007-2015), de Cristian De Nápoli (Buenos Aires, 1972)

Un útero es del tamaño de un puño, de Angélica Freitas (Pelotas, Brasil, 1973)

Los autores leerán algunos pasajes de sus libros, y CIA y la editorial Zindo & Gafuri ofrecerán un brindis en saludo a esta doble novedad. La lectura de Angélica Freitas, presente en Buenos Aires gracias a la Embajada de Brasil en Argentina, irá acompañada de la lectura de las versiones en español de sus poemas, a cargo de De Nápoli, quien también realizó la traducción del libro. Lee el resto de esta entrada »

Bowie, entre el cielo y la pampa

abril 12, 2018 by

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Fragmento de un texto sobre David Bowie y la recepción argentina de su música. Con testimonios (que agradezco mucho) de Beatriz Vignoli, Carolina Muzi, Patricio Torne, David Wapner, Horacio Fiebelkorn y Andy Andersen.

A las preguntas sobre cuándo y cómo aterrizó Bowie en la pampa, y en qué medida se lo conoció antes de que los dúos con Tina Turner y Mick Jagger lo volvieran popular, le pueden salir al cruce distintas respuestas según uno vaya a las primeras noticias de prensa, a los discos que se editaron en el país o a la recepción concreta de las personas. Si nos guiamos por lo primero, al parecer todo habría empezado en el ’72 con una serie de notas muy elocuentes, por más que nada digan sobre el impacto real. En muchos países las revistas de música cumplen una función de destape: introducir temas y figuras internacionales a riesgo de que lo nuevo no esté a mano. En la Argentina de los ’70 algunas revistas acentuaban esa espectralidad porque, como se oponían al negocio del rock, no había problema si en las tiendas faltaba el disco que comentaban. Así, Bowie tema de revista es un año y medio anterior a los vinilos criollos de Bowie. Y de entrada cala en notas extensas, exclusivas, polémicas. Que hablan del ‘fenómeno’, de ‘la Gran Estrategia Bowie’, cuando el músico es casi un desconocido. Eso es lo que hace la revista Pelo, la más importante, y la que lo introdujo. El artículo puntero (Pelo 32, 1972) tiene este título: “Con el apoyo del pueblo dominaré al pueblo”. La nota no habla de música; dice: “los productores lo aman y veneran”, “la mayor parte de su actual fama la ha logrado gracias a sus ropitas y gestos unisex”, “los fans adolescentes se preocupan con felicidad por averiguar qué ropa se va a poner esta semana, mientras que las audiencias universitarias preparan diletantes tesis sobre los reflejos de la cultura contemporánea en los trabajos de David Bowie”. Lee el resto de esta entrada »

Ivo (Primera parte)

enero 18, 2018 by

ivoA muchos la vida de Ivo siempre nos tuvo sin cuidado. Hoy un libro dice que tiene más de sesenta años y que vive solo en el campo, rodeado de perros. Fuera de ese libro, que no está traducido, es casi nada lo que se sabe de él. Su biografía en Wikipedia es de las más sintéticas que vi, apenas diez líneas, y hablo de la versión en inglés, su lengua materna. Ni siquiera está la fecha de nacimiento, como para saber de qué signo era. Lo que destaca esa minibio es un hecho drástico: en 1994 Ivo sufrió un colapso nervioso y decidió vender todo, y retirarse a los cuarenta. No es un dato menor, pero insérteselo en una vida de repliegues y padecimientos varios, como puede que sea la vida de Ivo, el primer dark. La Wikipedia en inglés aclara qué es lo que nuestro hombre vendió: un sello discográfico, 4AD, celosamente construido en diez años. Luego nos enteramos de que por ese sello Ivo hizo debutar en disco a estas bandas: Bauhaus, Birthday Party (Nick Cave), Cocteau Twins, Dead Can Dance y los Pixies, entre otras. Por último se nos dice que, en su visión de las cosas, Ivo no era un productor de discos sino un director musical. Lee el resto de esta entrada »

El habla de la tribu

diciembre 29, 2017 by

quino

Yo no sé de dónde sacan los estudiantes extranjeros de intercambio (¿las sacarán de la Lonely Planet?) esas palabras como “pebete” o “cameruza”. Pero los veo y los escucho, jóvenes franceses, alemanes, mientras caminan por San Telmo y derrochan léxico con esa habilidad indiscutible que parecen tener para hallar gemas de nuestra oralidad y no sólo gemas, ¡también yemas!, ¡y de huevos que no se usaban desde hace treinta años! Y encima el modo en que las pronuncian, con una frescura, como mintiéndonos que las acabaron de encontrar en la calle, de pasada, después de haberse tomado un “feca”. Igual reconozco que me gusta –porque también es juvenil– esa vieja juventud de los jóvenes. Porque además no sé si los lingüistas repararon en esto, pero la gente joven en general, y no hablo ya de los extranjeros, son a la vez los dueños del habla de la tribu y los que más la “traicionan”, usando muchas veces palabras de una coloquialidad ampulosa, casi que enciclopédica, que dejó hace décadas de encontrarse en la calle. Este es un hecho interesantísimo, y que hace pensar que lo nuevo también se luce en su apropiación de lo viejo. Se ve que el habla de la tribu incluye la licencia para homenajear cada tanto, y sin mucha efusión, a otros lenguajes tribales más o menos pasados. A veces es con mucha efusión y orgullo –pienso ahora en otra forma de la palabra que se rescata, el símbolo, como hoy es el pañuelo. Lee el resto de esta entrada »

Las colecciones populares (2)

noviembre 18, 2017 by

De Quíos al kiosko

alejandriaCierto subtexto para lo que sería una historia de las colecciones tendría que llevarnos a un tiempo y una sociedad que mira sus documentos acumulados en papeles y en memorias y ante ellos dice, casi sin despeinarse: «Estos van por un lado, estos van por otro». ¿Cuál puede ser esa sociedad? Una más o menos ‘laica’ y escolar. Olvidemos las religiones, porque el modo que tienen de separar unos textos de otros es elevando al conjunto A y ninguneando al resto, si no quemando o prohibiéndolo. Como movida jerarquizante, sin duda, es posible que nuestra historia se prefigure en Grecia con la invención de esos dioses laicos que son los autores. Engarzando el tiempo mítico de Orfeo con el histórico de Arquíloco y Safo, ahí habrían actuado cientos de personas de las que nos quedan, fundamentalmente, dos marcas de autor. Una es para alguien que habría sido ciego y que, natural de la rocosa Quíos, habría viajado por las islas y el continente helénico cantando mejor que nadie una serie de eventos. Esos cantos, los suyos, se habrían convertido junto con los de otro cantor, griego también, aunque más volcado a temas naturales que sociales -los tiempos del cultivo, la creación del mundo- en la primera bibliografía escolar obligatoria.

Homero y Hesíodo forman la protocolección puntera, en la época inicial del uso y el atesoramiento de los libros, antes de la costumbre -que llega con el siglo V antes de Cristo- de venderlos y comprarlos en librerías. Son los dos grandes ‘autores’, y todavía en tiempos de Alejandría, nos dice Vernant, sus obras «valen» un poco más que todos los otros volúmenes -cerca de quinientos mil- que poseía la biblioteca.

(Fragmento de «Las colecciones», del libro -inédito- En las bateas expuestas)

Las colecciones populares (1)

agosto 25, 2017 by

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En los comienzos está la colección, una palabra del orden de las jaurías, las alamedas y las bandadas. Según las décadas de un viejo siglo, esa primera experiencia de lectura pudo llamarse Clásicos Billiken, Colección Robin Hood, Los Cuentos del Chiribitil o Elige tu propia aventura. A veces, y porque la infancia tiene el atributo pero no el monopolio de la fidelidad, se da el caso de lectores que siguen atados de por vida a una matriz, hombres y mujeres que se resisten a dejar «El séptimo círculo» o «Grandes Novelistas». ¿Por qué las colecciones nos gustarán tanto? Quizás en su democrática razón de ser hay un desprecio por el don (lo único, lo insuperable) y una consagración de la expectativa (lo que falta, lo que un día aparece). Uno diría que su fundamento puede captarse en aquel chiste del Negro Dolina: «Más difícil que trazar una línea entre A y B sin que C se dé cuenta». La colección es eso: la esperanza puesta en C y después en D, esperanza no de que el show siga, más bien de lo contrario, de que vuelva a empezar, parecido pero distinto, en otra parte. Otras continuidades (los volúmenes de una saga, las temporadas de una serie) tienden a renovar el packaging, la cobertura, y mantener intacto lo demás. Las colecciones hacen lo opuesto: igualitos de afuera todos sus episodios, por dentro cada uno instala un tiempo, un espacio, un argumento y unos personajes, a veces ajustándose a un bloque o un eje temático, otras ni eso. Lee el resto de esta entrada »